VIGILAR Y CASTIGAR
MICHEL FOUCAULT
C O N T R A T A P A
Quizá nos dan hoy vergüenza nuestras prisiones. El siglo XIX se sentía orgulloso de las fortalezas que construía en los límites y a veces en el corazón de las ciudades. Le encantaba esta nueva benignidad que remplazaba los patíbulos. Se maravillaba de no castigar ya los cuerpos y de saber corregir en adelante las almas. Aquellos muros, aquellos cerrojos, aquellas celdas figuraban una verdadera empresa de ortopedia social.
A los que roban se los encarcela; a los que violan se los encarcela; a los que matan, también. ¿De dónde viene esta extraña práctica y el curioso proyecto de encerrar para corregir, que traen consigo los Códigos penales de la época moderna? ¿Una vieja herencia de las mazmorras de la Edad Media? Más bien una tecnología nueva: el desarrollo, del siglo XVI al XIX, de un verdadero conjunto de procedimientos para dividir en zonas, controlar, medir, encauzar a los individuos y hacerlos a la vez "dóciles y útiles". Vigilancia, ejercicios, maniobras, calificaciones, rangos y lugares, clasificaciones, exámenes, registros, una manera de someter los cuerpos, de dominar las multiplicidades humanas y de manipular sus fuerzas, se ha desarrollado en el curso de los siglos clásicos, en los hospitales, en el ejército, las escuelas, los colegios o los talleres: la disciplina. El siglo XIX inventó, sin duda, las libertades: pero les dio un subsuelo profundo y sólido — la sociedad disciplinaría de la que seguimos dependiendo.
LA SANCIÓN NORMALIZADORA
1) En el orfanato del caballero Paulet, las sesiones del tribunal que se reunía cada mañana eran ocasión de un verdadero ceremonial: "Encontramos a todos los alumnos en orden de batalla, en un alineamiento, una inmovilidad y un silencio absolutos. El teniente coronel mayor, joven caballero de dieciséis años, estaba fuera de filas, espada en mano; a su voz de mando, la tropa echó a andar a paso redoblado para formar el círculo. El consejo se agrupó en el centro, y cada oficial dio el informe de su tropa para las veinticuatro horas. Se admitió a los acusados a justificarse; se oye a los testigos; se deliberó, y una vez de acuerdo, el teniente coronel mayor dio cuenta en voz alta del número de los culpables, de la índole de los delitos y de los castigos impuestos (183). La tropa desfiló a continuación en el mayor orden." En el corazón de todos los sistemas disciplinarios funciona un pequeño mecanismo penal. Beneficia de cierto privilegio de justicia, con sus propias leyes, sus delitos especificados, sus formas particulares de sanción, sus instancias de juicio. Las disciplinas establecen una "infra-penalidad"; reticulan un espacio que las leyes dejan vacío; califican y reprimen un conjunto de conductas que su relativa indiferencia hacía sustraerse a los grandes sistemas de castigo. "Al entrar, los compañeros deberán saludarse unos a otros; ... al salir, deberán guardar los artículos y útiles de que se han servido y, en la época en que se vela, apagar su lámpara" "está expresamente prohibido entretener a los compañeros con gestos o de otra manera"; deberán "comportarse honesta y decentemente"; aquel que se ausente más de 5 minutos sin avisar al señor Oppenheim será "consignado por media jornada"; y para estar seguro de que no se ha olvidado nada en esta minuciosa justicia penal, se prohíbe hacer "todo cuanto pueda perjudicar al señor Oppenheim y a los compañeros". En el taller, en la escuela, en el ejército, reina una verdadera micropenalidad del tiempo (retrasos, ausencias, interrupciones de tareas), de la actividad (falta de atención, descuido, falta de celo), de la manera de ser (descortesía, desobediencia), de la palabra (charla, insolencia), del cuerpo (actitudes "incorrectas", gestos impertinentes, suciedad), de la sexualidad (falta de recato, indecencia). Al mismo tiempo se utiliza, a título de castigos, una serie de procedimientos sutiles, que van desde el castigo físico leve, a privaciones menores y a pequeñas humillaciones. Se trata a la vez de hacer penables las fracciones más pequeñas de la conducta y de dar una función punitiva a los elementos en apariencia indiferentes del aparato disciplinario: en el límite, que todo pueda servir para castigar la menor cosa; que cada sujeto se encuentre prendido en una universalidad castigable-castigante. "Con la palabra castigo, debe comprenderse todo lo que es capaz de hacer sentir a los niños la falta que han cometido, todo lo que es capaz de humillarlos, de causarles confusión: ... cierta frialdad, cierta indiferencia, una pregunta, una humillación, una destitución de puesto."
2) Pero la disciplina lleva consigo una manera específica de castigar, y que no es únicamente un modelo reducido del tribunal.
(184) Lo que compete a la penalidad disciplinaria es la inobservancia, todo lo que no se ajusta a la regla, todo lo que se aleja de ella, las desviaciones. Es punible el dominio indefinido de lo no conforme: el soldado comete una "falta" siempre que no alcanza el nivel requerido; la "falta" del alumno, es, tanto como un delito menor, una ineptitud para cumplir sus tareas. El reglamento de la infantería prusiana mandaba tratar con "todo el rigor posible" al soldado que no había aprendido a manejar correctamente su fusil. Igualmente, "cuando un alumno no recuerde la parte de catecismo del día anterior, se le podrá obligar a aprender la de ese día, sin cometer falta alguna, y se le hará repetir al día siguiente; o se le obligará a escucharla en pie o de rodillas, y con las manos juntas, o bien se le impondrá alguna otra penitencia". El orden que los castigos disciplinarios deben hacer respetar es de índole mixta: es un orden "artificial", dispuesto de manera explícita por una ley, un programa, un reglamento. Pero es también un orden definido por unos procesos naturales y observables: la duración de un aprendizaje, el tiempo de un ejercicio, el nivel de aptitud se refieren a una regularidad, que es también una regla. Los alumnos de las escuelas cristianas no deben jamás ser colocados ante una "lección" de la que no son todavía capaces, pues se les pondría en peligro de no poder aprender nada; sin embargo, la duración de cada estadio se halla fijada reglamentariamente, y aquel que en el término de tres exámenes no ha podido pasar al grado superior debe ser colocado, bien en evidencia, en el banco de los "ignorantes". El castigo en régimen disciplinario supone una doble referencia jurídico-natural.
3) El castigo disciplinario tiene por función reducir las desviaciones. Debe, por lo tanto, ser esencialmente correctivo. Al lado de los castigos tomados directamente del modelo judicial (multas, látigo, calabozo), los sistemas disciplinarios dan privilegio a los castigos del orden del ejercicio —del aprendizaje intensificado, multiplicado, varias veces repetido: el reglamento de 1766 para la infantería preveía que los soldados de primera clase "que muestren algún descuido o mala voluntad serán relegados a la última clase", y no podrán reintegrarse a la primera sino después de nuevos ejercicios y un nuevo examen. Como decía, por su parte, J.-B. de La Salle, "Los trabajos impuestos como castigo (pensum) son, de todas las penitencias, lo más honesto para un maestro, lo más ventajoso y lo más agradable para los padres"; permiten "obtener, de las faltas mismas de los niños, medios para hacerlos progresar al corregir sus defectos"; a aquellos, por ejemplo, "que (185) no hayan escrito todo lo que debían escribir o no se hayan aplicado a hacerlo bien, se les podrá dar como castigo algunas líneas que escribir o que aprender de memoria". El castigo disciplinario es, en una buena parte al menos, isomorfo a la obligación misma; es menos la venganza de la ley ultrajada que su repetición, su insistencia redoblada. Tanto que el efecto correctivo que se espera no pasa sino de una manera accesoria por la expiación y el arrepentimiento; se obtienen directamente por el mecanismo de un encauzamiento de la conducta. Castigar es ejercitar.
4) El castigo, en la disciplina, no es sino un elemento de un sistema doble: gratificación-sanción. Y es este sistema el que se vuelve operante en el proceso de encauzamiento de la conducta y de corrección. El maestro "debe evitar, tanto como se pueda, usar de castigos; por el contrario, debe tratar de hacer que las recompensas sean más frecuentes que las penas, ya que los perezosos se sienten más incitados por el deseo de ser recompensados como los diligentes que por el temor de los castigos; por lo cual se obtendrá un fruto muy grande cuando el maestro, obligado a usar del castigo, conquiste si puede el corazón del niño, antes que aplicarle aquél". Este mecanismo de dos elementos permite cierto número de operaciones características de la penalidad disciplinaria. En primer lugar la calificación de las conductas y de las cualidades a partir de dos valores opuestos del bien y del mal; en lugar de la división simple de lo vedado, tal como la conoce la justicia penal, se tiene una distribución entre polo positivo y polo negativo; toda la conducta cae en el campo de las buenas y de las malas notas, de los buenos y de los malos puntos. Es posible además establecer una cuantificación y una economía cifrada. Una contabilidad penal, sin cesar puesta al día, permite obtener el balance punitivo de cada cual. La "justicia" escolar ha llevado muy lejos este sistema, cuyos rudimentos al menos se encuentran en el ejército o en los talleres. Los hermanos de las Escuelas cristianas habían organizado toda una microeconomía de los privilegios y de los trabajos como castigo: "Los privilegios servirán a los alumnos para eximirse de las penitencias que les sean impuestas ... A un escolar, por ejemplo, se le habrá impuesto como castigo la copia de cuatro o seis preguntas del catecismo; podrá librarse de esta penitencia mediante algunos puntos de privilegios; el maestro asignará el número necesario para cada pregunta ... Como los privilegios valen cierto número de puntos, el maestro tiene (186) otros de menor valor, que servirán a manera de moneda de cambio de los primeros. Así, por ejemplo, un niño habrá recibido un castigo del cual no puede redimirse sino a cambio de seis puntos; posee un privilegio de diez; entonces se lo presenta al maestro, el cual le devuelve cuatro puntos, y así en cuanto a los demás." Y por el juego de esta cuantificación, de esta circulación de los adelantos y de las deudas, gracias al cálculo permanente de las notaciones en más y en menos, los aparatos disciplinarios jerarquizan los unos con relación a los otros a las "buenas" y a las "malas" personas. A través de esta microeconomía de una penalidad perpetua, se opera una diferenciación que no es la de los actos, sino de los individuos mismos, de su índole, de sus virtualidades, de su nivel o de su valor. La disciplina, al sancionar los actos con exactitud, calibra los individuos "en verdad"; la penalidad que pone en práctica se integra en el ciclo de conocimiento de los individuos.
5) La distribución según los rangos o los grados tiene un doble papel: señalar las desviaciones, jerarquizar las cualidades, las competencias y las aptitudes; pero también castigar y recompensar. Funcionamiento penal de la ordenación y carácter ordinal de la sanción. La disciplina recompensa por el único juego de los ascensos, permitiendo ganar rangos y puestos; castiga haciendo retroceder y degradando. El rango por sí mismo equivale a recompensa o a castigo. Se había puesto a punto en la Escuela militar un sistema completo de clasificación "honorífica", que unos detalles de indumentaria revelaban a los ojos de todos, y unos castigos más o menos nobles o vergonzosos iban unidos, como marca de privilegio o de infamia, a los rangos así distribuidos. Este reparto clasificatorio y penal se efectúa a intervalos cercanos por los informes que los oficiales, los profesores y sus ayudantes suministran, sin consideración de edad o de grado, sobre "las cualidades morales de los alumnos" y sobre "su conducta universalmente reconocida". La primera clase, llamada "de los muy buenos", se distingue por una hombrera de plata; su honor consiste en ser tratada como "una tropa puramente militar"; por lo tanto, serán militares los castigos a que tiene derecho (los arrestos y, en casos graves, la prisión). La segunda clase, "de los buenos", lleva una hombrera de seda color rojo vivo y plata; pueden ser arrestados y llevados a la prisión, pero también enjaulados y puestos de rodillas. La clase de los "mediocres" (187) tiene derecho a una hombrera de lana roja; a las penas precedentes se agrega, llegado el caso, el sayal. La última clase, la de los "malos", está marcada por una hombrera de lana parda; "los alumnos de esta clase estarán sometidos a todos los castigos usados en la Escuela o todos aquellos que se crea necesario introducir e incluso el calabozo sin luz". A esto se añadió durante un tiempo la clase "vergonzosa", para la cual se hicieron reglamentos particulares, "de manera que quienes la componen habrán de estar siempre separados de los demás y vestidos de sayal". Puesto que únicamente el mérito y la conducta deben decidir el lugar del alumno, "los de las dos últimas clases podrán lisonjearse de ascender a las primeras y de llevar sus insignias, cuando, por testimonios universales, se reconozca que se han hecho dignos de ello por el cambio de su conducta y sus progresos; y los de las primeras clases descenderán igualmente a las otras si se abandonan y si los informes reunidos y desventajosos demuestran que no merecen ya las distinciones y prerrogativas de las primeras clases..." La clasificación que castiga debe tender a borrarse. La "clase vergonzosa" no existe sino para desaparecer: "Con el fin de juzgar en cuanto a la especie de conversión de los alumnos de la clase vergonzosa que se comporten bien", se les volverá a introducir en las otras clases y se les devolverán sus trajes; pero permanecerán con sus enmaradas de infamia durante las comidas y los recreos; y así quedarán si no continúan portándose bien; sólo saldrán, "si se está contento de ellos en dicha clase y en dicha división". Doble efecto, por consiguiente, de esta penalidad jerarquizante: distribuir los alumnos de acuerdo con sus aptitudes y su conducta, por lo tanto según el uso que de ellos se podrá hacer cuando salgan de la escuela; ejercer sobre ellos una presión constante para que se sometan todos al mismo modelo, para que estén obligados todos juntos "a la subordinación, a la docilidad, a la atención en los estudios y ejercicios y a la exacta práctica de los deberes y de todas las partes de la disciplina". Para que todos se asemejen.
En suma, el arte de castigar, en el régimen del poder disciplinario, no tiende ni a la expiación ni aun exactamente a la represión. Utiliza cinco operaciones bien distintas: referir los actos, los hechos extraordinarios, las conductas similares a un conjunto que es a la vez campo de comparación, espacio de diferenciación y principio de una regla que seguir. Diferenciar a los individuos unos respecto de otros y en función de esta regla de conjunto —ya
(188) se la haga funcionar como umbral mínimo, como término medio que respetar o como grado óptimo al que hay que acercarse. Medir en términos cuantitativos y jerarquizar en términos de valor las capacidades, el nivel, la "naturaleza" de los individuos. Hacer que juegue, a través de esta medida "valorizante", la coacción de una conformidad que realizar. En fin, trazar el límite que habrá de definir la diferencia respecto de todas las diferencias, la frontera exterior de lo anormal (la "clase vergonzosa" de la Escuela militar). La penalidad perfecta que atraviesa todos los puntos, y controla todos los instantes de las instituciones disciplinarias, compara, diferencia, jerarquiza, homogeiniza, excluye. En una palabra, normaliza.
Se opone, por lo tanto, término por término, a una penalidad judicial, que tiene por función esencial la de referirse, no a un conjunto de fenómenos observables, sino a un corpus de leyes y de textos que hay que conservar en la memoria; no la de diferenciar a unos individuos, sino de especificar unos actos bajo cierto número de categorías generales; no la de jerarquizar sino la de hacer jugar pura y simplemente la oposición binaria de lo permitido y de lo prohibido; no la de homogeneizar, sino la de operar la división, obtenida de una vez por todas, de la condena. Los dispositivos disciplinarios han secretado una "penalidad de la norma", que es irreductible en sus principios y su funcionamiento a la penalidad tradicional de la ley. El pequeño tribunal que parece actuar permanentemente en los edificios de la disciplina, y que a veces adopta la forma teatral del gran aparato judicial, no debe engañar: no prolonga, excepto por algunas continuidades formales, los mecanismos de la justicia criminal hasta la trama de la existencia cotidiana, o al menos no es lo esencial; las disciplinas han fabricado —apoyándose en toda una serie de procedimientos, por lo demás muy antiguos— un nuevo funcionamiento punitivo, y es éste el que poco a poco ha revestido el gran aparato exterior que parecía reproducir modesta o irónicamente. El funcionamiento jurídico-antropológico que se revela en toda la historia de la penalidad moderna no tiene su origen en la superposición a la justicia criminal de las ciencias humanas y en las exigencias propias de esta nueva racionalidad o del humanismo que llevaría consigo; tiene su punto de formación en la técnica disciplinaria que ha hecho jugar esos nuevos mecanismos de sanción normalizadora.
Aparece, a través de las disciplinas, el poder de la Norma. ¿Nueva ley de la sociedad moderna? Digamos más bien que desde el siglo XVIII ha venido a agregarse a otros poderes obligándolos a (189) nuevas delimitaciones; el de la Ley, el de la Palabra y del Texto, el de la Tradición. Lo Normal se establece como principio de coerción en la enseñanza con la instauración de una educación estandarizada y el establecimiento de las escuelas normales; se establece en el esfuerzo por organizar un cuerpo médico y un encuadramiento hospitalario de la nación capaces de hacer funcionar unas normas generales de salubridad; se establece en la regularización de los procedimientos y de los productos industriales. Como la vigilancia, y con ella la normalización, se torna uno de los grandes instrumentos de poder al final de la época clásica. Se tiende a sustituir o al menos a agregar a las marcas que traducían estatutos, privilegios, adscripciones, todo un juego de grados de normalidad, que son signos de adscripción a un cuerpo social homogéneo, pero que tienen en sí mismos un papel de clasificación, de jerarquización y de distribución de los rangos. En un sentido, el poder de normalización obliga a la homogeneidad; pero individualiza al permitir las desviaciones, determinar los niveles, fijar las especialidades y hacer útiles las diferencias ajustan-do unas a otras. Se comprende que el poder de la norma funcione fácilmente en el interior de un sistema de la igualdad formal, ya que en el interior de una homogeneidad que es la regla, introduce, como un imperativo útil y el resultado de una medida, todo el desvanecido de las diferencias individuales.
EL EXAMEN
El examen combina las técnicas de la jerarquía que vigile y las de la sanción que normaliza. Es una mirada normalizadora, una vigilancia que permite calificar, clasificar y castigar. Establece sobre los individuos una visibilidad a través de la cual se los diferencia y se los sanciona. A esto se debe que, en todos los dispositivos de disciplina, el examen se halle altamente ritualizado. En él vienen a unirse la ceremonia del poder y la forma de la experiencia, el despliegue de la fuerza y el establecimiento de la verdad. En el corazón de los procedimientos de disciplina, manifiesta el sometimiento de aquellos que se persiguen como objetos y la objetivación de aquellos que están sometidos. La superposición de las relaciones de poder y de las relaciones de saber adquiere en el examen toda su notoriedad visible. Otra innovación de la época clásica que los historiadores de las ciencias dejaron en la sombra. Se hace la historia de las experiencias sobre los ciegos (190) de nacimiento, los niños-lobo o sobre la hipnosis. Pero ¿quién hará la historia más general, más imprecisa, más determinante también del "examen", de sus rituales, de sus métodos, de sus personajes y de su papel, de sus juegos de preguntas y respuestas, de sus sistemas de notación y de clasificación? Porque en esta pobre técnica se encuentran implicados todo un dominio de saber, todo un tipo de poder. Se habla a menudo de la ideología que llevan en sí, de manera discreta o parlanchína, las "ciencias" humanas. Pero su tecnología misma, ese pequeño esquema operatorio que tiene tal difusión (de la psiquiatría a la pedagogía, del diagnóstico de las enfermedades a la contratación de mano de obra), ese procedimiento tan familiar del examen, ¿no utiliza, en el interior de un solo mecanismo, unas relaciones de poder que permiten obtener y constituir cierto saber? No es simplemente al nivel de la conciencia, de las representaciones y en lo que se cree saber, sino al nivel de lo que hace posible un saber donde se realiza la actuación política.
Una de las condiciones esenciales para el desbloqueo epistemológico de la medicina a fines del siglo XVIII fue la organización del hospital como aparato de "examinar". El ritual de la visita es su forma más llamativa. En el siglo XVII, el médico, procedente del exterior, unía su inspección a no pocos otros controles —religiosos, administrativos; casi no participaba en la gestión cotidiana del hospital. Poco a poco, la visita se fue haciendo más regular, más rigurosa, más amplia sobre todo: cubrió una parte cada vez más importante del funcionamiento hospitalario. En 1661, el médico del Hôtel-Dieu de París estaba encargado de una visita diaria; en 1687, un médico "expectante" debía examinar, durante la tarde, algunos enfermos, más gravemente afectados. Los reglamentos del siglo XVIII, precisan los horarios de la visita y su duración (dos horas como mínimo); insisten para que un servicio por rotación permita asegurarla todos los días, "incluso el domingo de Pascua"; en fin, en 1771 se instituye un médico residente, con la misión de "prestar todos los servicios de su profesión, tanto de noche como de día, en los intervalos de una visita a otra de un médico del exterior". La inspección de otro tiempo, discontinua y rápida, se ha trasformado en una observación regular que pone al enfermo en situación de examen casi perpetuo. Con dos consecuencias: en la jerarquía interna, el médico, elemento hasta ahora externo, comienza a adquirir preminencia sobre el personal religioso, y se empieza a confiársele un (191) papel determinado pero subordinado en la técnica del examen. Aparece entonces la categoría del "enfermero". En cuanto al hospital mismo, que era ante todo un lugar de asistencia, va a convertirse en lugar de formación y de confrontación de los conocimientos: inversión de las relaciones de poder y constitución de un saber. El hospital bien "disciplinado" constituirá el lugar adecuado de la "disciplina" médica; ésta podrá entonces perder su carácter textual, y tomar sus referencias menos en la tradición de los autores decisivos que en un dominio de objetos perpetuamente ofrecidos al examen.
De la misma manera, la escuela pasa a ser una especie de aparato de examen ininterrumpido que acompaña en toda su longitud la operación de enseñanza. Se tratará en ella cada vez menos de esos torneos en los que los alumnos confrontaban sus fuerzas y cada vez más de una comparación perpetua de cada cual con todos, que permite a la vez medir y sancionar. Los hermanos de las Escuelas cristianas querían que sus discípulos tuviesen composición todos los días de la semana: el primero de ortografía, el segundo de aritmética, el tercero de catecismo por la mañana y de escritura por la tarde, etc. Además, cada mes debía haber una composición con el fin de designar a quienes merecían someterse al examen del inspector. Desde 1775, existían en la Escuela de caminos y puentes 16 exámenes al año: 3 de matemáticas, 3 de arquitectura, 3 de dibujo, 2 de escritura, I de corte de piedras, 1 de estilo, 1 de levantamiento de planos, 1 de nivelación, 1 de medida y estimación de construcciones. El examen no se limita a sancionar un aprendizaje; es uno de sus factores permanentes, subyacentes, según un ritual de poder constantemente prorrogado. Ahora bien, el examen permite al maestro, a la par que trasmite su saber, establecer sobre sus discípulos todo un campo de conocimientos. Mientras que la prueba por la cual se terminaba un aprendizaje en la tradición corporativa validaba una aptitud adquirida —la "obra maestra" autentificaba una trasmisión de saber ya hecha—, el examen, en la escuela, crea un verdadero y constante intercambio de saberes: garantiza el paso de los conocimientos del maestro al discípulo, pero toma del discípulo un saber reservado y destinado al maestro. La escuela pasa a ser el lugar de elaboración de la pedagogía. Y así como el procedimiento del examen hospitalario ha permitido el desbloqueo epistemológico de la medicina, la época de la escuela "examinatoria" ha marcado el comienzo de una pedagogía que (192) funciona como ciencia. La época de las inspecciones y de las maniobras indefinidamente repetidas en el ejército ha marcado también el desarrollo de un inmenso saber táctico que tuvo su efecto en la época de las guerras napoleónicas.
El examen lleva consigo todo un mecanismo que une a cierta forma de ejercicio del poder cierto tipo de formación de saber.
1) El examen invierte la economía de la visibilidad en el ejercicio del poder. Tradicionalmente el poder es lo que se ve, lo que se muestra, lo que se manifiesta, y, de manera paradójica, encuentra el principio de su fuerza en el movimiento por el cual la despliega. Aquellos sobre quienes se ejerce pueden mantenerse en la sombra; no reciben luz sino de esa parte de poder que les está concedida, o del reflejo que recae en ellos un instante. En cuanto al poder disciplinario, se ejerce haciéndose invisible; en cambio, impone a aquellos a quienes somete un principio de visibilidad obligatorio. En la disciplina, son los sometidos los que tienen que ser vistos. Su iluminación garantiza el dominio del poder que se ejerce sobre ellos. El hecho de ser visto sin cesar, de poder ser visto constantemente, es lo que mantiene en su sometimiento al individuo disciplinario. Y el examen es la técnica por la cual el poder, en lugar de emitir los signos de su potencia, en lugar de imponer su marca a sus sometidos, mantiene a éstos en un mecanismo de objetivación. En el espacio que domina, el poder disciplinario manifiesta, en cuanto a lo esencial, su poderío acondicionando objetos. El examen equivale a la ceremonia de esta objetivación.
Hasta aquí el papel de la ceremonia política había sido dar lugar a la manifestación a la vez excesiva y regulada del poder; era una expresión suntuaria de potencia, un "gasto" a la vez exagerado y codificado en el que el poder recobraba su vigor. La ceremonia se aparejaba siempre, más o menos, al triunfo. La aparición solemne del soberano llevaba consigo algo de la consagración, de la coronación, del retorno de la victoria; ni aun en las fastos funerarios dejaba de desarrollarse como manifestación del despliegue del poder. En cuanto a la disciplina, tiene su propio tipo de ceremonia. No es el triunfo, es la revista, es el "desfile", forma fastuosa del examen. Los "súbditos" son ofrecidos en él como "objetos" a la observación de un poder que no se manifiesta sino tan sólo por su mirada. No reciben directamente la imagen del poder soberano; despliegan únicamente sus efectos —y, por decirlo así, en hueco— sobre sus cuerpos, ahora ya exactamente legibles y dóciles. El 15 de marzo de 1666 pasa Luis XIV su primera revista militar: 18000 hombres, "una de las acciones más brillantes del reinado", y que se decía haber "tenido a Europa entera en (193) la inquietud". Varios años después se acuñó una medalla para conmemorar el acontecimiento. Lleva, en el exergo: "Disciplina militaris restituía" y en la leyenda: "Prolusio ad victorias." A la derecha, el rey, adelantado el pie derecho, manda personalmente el ejercicio con un bastón. En la mitad de la izquierda se ven de frente y alineados en el sentido de la profundidad varias filas de soldados; extienden el brazo a la altura del hombro y sostienen el fusil exactamente vertical; adelantan la pierna derecha y tienen el pie izquierdo vuelto hacia el exterior. En el suelo, unas líneas se cortan en ángulo recto, dibujando, bajo los pies de los soldados, grandes cuadrados que sirven de referencia para las diferentes fases y posiciones del ejercicio. Totalmente en el fondo, se ve dibujarse una arquitectura clásica. Las columnas del palacio prolongan las constituidas por los hombres alineados y los fusiles verticales, del mismo modo que, sin duda, el embaldosado prolonga las líneas del ejercicio. Pero por encima de la balaustrada que remata el edificio hay unas estatua" que representan unos personajes bailando: líneas sinuosas, miembros arqueados, paños. Recorre el mármol un movimiento cuyo principio de unidad es armónico. En cuanto a los hombres, están inmovilizados en una actitud uniformemente repetida de filas en filas y de líneas en líneas: unidad táctica. El orden arquitectónico, que libera en su ápice las figuras de la danza, impone en el suelo sus reglas y su geometría a los hombres disciplinados. Las columnas del poder. "Está bien", decía un día el gran duque Miguel, ante el cual se había hecho maniobrar a las tropas, "pero respiran".
Consideremos esta medalla como testimonio del momento en que coinciden de una manera paradójica pero significativa la figura más brillante del poder soberano y la emergencia de los rituales propios del poder disciplinario. La visibilidad apenas soportable del monarca se vuelve visibilidad inevitable de los súbditos. Y esta inversión de visibilidad en el funcionamiento de las disciplinas es lo que habrá de garantizar hasta sus grados más bajos el ejercicio del poder. Entramos en la época del examen infinito y de la objetivación coactiva.
2) El examen hace entrar también la individualidad en un campo documental. Deja tras él un archivo entero tenue y minucioso que se constituye al ras de los cuerpos y de los días. El examen que coloca a los individuos en un campo de vigilancia los sitúa igualmente (194) en una red de escritura; los introduce en todo un espesor de documentos que los captan y los inmovilizan. Los procedimientos de examen han ido inmediatamente acompañados de un sistema de registro intenso y de acumulación documental. Constituyese un "poder de escritura" como una pieza esencial en los engranajes de la disciplina. Sobre no pocos puntos, se modela de acuerdo con los métodos tradicionales de la documentación administrativa. Pero con técnicas particulares e innovaciones importantes. Unas conciernen a los métodos de identificación, de señalización o de descripción. Era el problema del ejército cuando había que encontrar a los desertores, evitar la repetición en los alistamientos, corregir los estados ficticios presentados por los oficiales, conocer los servicios y el valor de cada uno, establecer con certeza el balance de los desaparecidos y de los muertos. Era el problema de los hospitales, donde había que reconocer a los enfermos, expulsar a los simuladores, seguir la evolución de las enfermedades, verificar la eficacia de los tratamientos, descubrir los casos análogos y los comienzos de epidemia. Era el problema de los establecimientos de enseñanza, donde había que caracterizar la aptitud de cada cual, situar su nivel y su capacidad, indicar la utilización eventual que se podía hacer de él: "El registro sirve para recurrir a él en el tiempo y lugar oportunos, para conocer las costumbres de los niños, su adelanto en el camino de la piedad, en el catecismo, en las letras, según el tiempo de la Escuela, su espíritu y juicio que encontrará marcado desde su entrada."
De ahí la formación de toda una serie de códigos de la individualidad disciplinaria que permiten transcribir homogeneizándolos los rasgos individuales establecidos por el examen: código físico de la señalización, código médico de los síntomas, código escolar o militar de las conductas y de los hechos destacados. Estos códigos eran todavía muy rudimentarios, en su forma cualitativa o cuantitativa, pero marcan el momento de una "formalización" inicial de lo individual en el interior de las relaciones de poder.
Las otras innovaciones de la escritura disciplinaria conciernen la puesta en correlación de estos elementos, la acumulación de los documentos, su puesta en serie, la organización de campos comparativos que permiten clasificar, formar categorías, establecer medias, fijar normas. Los hospitales del siglo XVIII han sido en particular grandes laboratorios para los métodos escriturarios y documentales. El cuidado de los registros, su especificación, los modos de trascripción de los unos a los otros, su circulación durante las visitas, (193) su confrontación en el curso de las reuniones regulares de los médicos y de los administradores, la trasmisión de sus datos a organismos de centralización (ya sea en el hospital o en la oficina central de los hospicios), la contabilidad de las enfermedades, de las curaciones, de los fallecimientos al nivel de un hospital, de una ciudad, y en el límite de la nación entera, han formado parte integrante del proceso por el cual los hospitales han estado sometidos al régimen disciplinario. Entre las condiciones fundamentales de una buena "disciplina" médica en los dos sentidos de la palabra, hay que tener en cuenta los procedimientos de escritura que permiten integrar, pero sin que se pierdan, los datos individuales en unos sistemas acumulativos; hacer de modo que a partir de cualquier registro general se pueda encontrar un individuo y que, inversamente, cada dato del examen individual pueda repercutir en los cálculos de conjunto.
Gracias a todo este aparato de escritura que lo acompaña, el examen abre dos posibilidades que son correlativas: la constitución del individuo como objeto descriptible, analizable; en modo alguno, sin embargo, para reducirlo a rasgos "específicos" como hacen los naturalistas con los seres vivos, sino para mantenerlo en sus rasgos singulares, en su evolución particular, en sus aptitudes o capacidades propias, bajo la mirada de un saber permanente; y de otra parte la constitución de un sistema comparativo que permite la medida de fenómenos globales, la descripción de grupos, la caracterización de hechos colectivos, la estimación de las desviaciones de los individuos unos respecto de otros, y su distribución en una "población".
Importancia decisiva por consiguiente de esas pequeñas técnicas de notación, de registro, de constitución de expedientes, de disposición en columnas y en cuadros que nos son familiares pero que han permitido el desbloqueo epistemológico de las ciencias del individuo. Se tiene, sin duda, razón al plantear el problema aristotélico: ¿es posible, y legítima, una ciencia del individuo? A gran problema, grandes soluciones quizá. Pero hay el pequeño problema histórico de la emergencia, a fines del siglo XVIII, de lo que se podría colocar bajo la sigla de ciencias "clínicas"; problema de la entrada del individuo (y no ya de la especie) en el campo del saber; problema de la entrada de la descripción singular, del interrogatorio, de la anamnesia, del "expediente" en el funcionamiento general del discurso científico. A esta simple cuestión de hecho corresponde sin duda una respuesta sin grandeza: hay que mirar del lado de esos procedimientos de escritura y de registro, hay que mirar del lado de los mecanismos de examen, del lado (196) de la formación de los dispositivos de disciplina, y de la formación de un nuevo tipo de poder sobre los cuerpos. ¿El nacimiento de las ciencias del hombre? Hay verosímilmente que buscarlo en esos archivos de poca gloria donde se elaboró el juego moderno de las coerciones sobre cuerpos, gestos, comportamientos.
3) El examen, rodeado de todas sus técnicas documentales, hace de cada individuo un "caso": un caso que a la vez constituye un objeto para un conocimiento y una presa para un poder. El caso no es ya, como en la casuística o la jurisprudencia, un conjunto de circunstancias que califican un acto y que pueden modificar la aplicación de una regla; es el individuo tal como se le puede describir, juzgar, medir, comparar a otros y esto en su individualidad misma; y es también el individuo cuya conducta hay que encauzar o corregir, a quien hay que clasificar, normalizar, excluir, etcétera.
Durante mucho tiempo la individualidad común —la de abajo y de todo el mundo— se ha mantenido por bajo del umbral de descripción. Ser mirado, observado, referido detalladamente, seguido a diario por una escritura ininterrumpida, era un privilegio. La crónica de un hombre, el relato de su vida, su historiografía relatada al hilo de su existencia formaban parte de los rituales de su poderío. Ahora bien, los procedimientos disciplinarios invierten esa relación, rebajan el umbral de la individualidad descriptible y hacen de esta descripción un medio de control y un método de dominación. No ya monumento para una memoria futura, sino documento para una utilización eventual. Y esta descriptibilidad nueva es tanto más marcada cuanto que el encuadramiento disciplinario es estricto: el niño, el enfermo, el loco, el condenado pasarán a ser, cada vez más fácilmente a partir del siglo XVIII y según una pendiente que es la de los mecanismos de disciplina, objeto de decisiones individuales y de relatos biográficos. Esta consignación por escrito de las existencias reales no es ya un procedimiento de heroicización; funciona como procedimiento de objetivación y de sometimiento. La vida cuidadosamente cotejada de los enfermos mentales o de los delincuentes corresponde, como la crónica de los reyes o la epopeya de los grandes bandidos populares, a cierta función política de la escritura; pero en otra técnica completamente distinta del poder.
El examen como fijación a la vez ritual y "científica" de las diferencias individuales, como adscripción de cada cual al rótulo de su propia singularidad (en oposición a la ceremonia en la que se manifiestan los estatutos, los nacimientos, los privilegios, las funciones, con toda la resonancia de sus marcas), indica la aparición de una modalidad nueva de poder en la que cada cual recibe (197) como estatuto su propia individualidad, y en la que es estatutariamente vinculado a los rasgos, las medidas, los desvíos, las "notas" que lo caracterizan y hacen de él, de todos modos, un "caso".
Finalmente, el examen se halla en el centro de los procedimientos que constituyen el individuo como objeto y efecto de poder, como efecto y objeto de saber. Es el que, combinando vigilancia jerárquica y sanción normalizadora, garantiza las grandes funciones disciplinarias de distribución y de clasificación, de extracción máxima de las fuerzas y del tiempo, de acumulación genética continua, de composición óptima de las aptitudes. Por lo tanto, de fabricación de la individualidad celular, orgánica, genética y combinatoria. Con él se ritualizan esas disciplinas que se pueden caracterizar con una palabra diciendo que son una modalidad de poder para el que la diferencia individual es pertinente.
Las disciplinas marcan el momento en que se efectúa lo que se podría llamar la inversión del eje político de la individualización. En sociedades de las que el régimen feudal sólo es un ejemplo, puede decirse que la individualización es máxima del lado en que se ejerce la soberanía y en las regiones superiores del poder. Cuanto mayor cantidad de poderío o de privilegio se tiene, más marcado se está como individuo, por rituales, discursos o representaciones plásticas. El "nombre" y la genealogía que sitúan en el interior de un conjunto de parentela, la realización de proezas que manifiestan la superioridad de las fuerzas y que los relatos inmortalizan, las ceremonias que marcan, por su ordenación, las relaciones de poder, los monumentos o las donaciones que aseguran la supervivencia tras de la muerte, el fausto y el derroche, los vínculos múltiples de vasallaje y de soberanía que se entrecruzan, todo esto constituye otros tantos procedimientos de una individualización "ascendente". En un régimen disciplinario, la individualización es en cambio "descendente": a medida que el poder se vuelve más anónimo y más funcional, aquellos sobre los que se ejerce tienden a estar más fuertemente individualizados; y por vigilancias más que por ceremonias, por observaciones más que por relatos conmemorativos, por medidas comparativas que tienen la "norma" por referencia, y no por genealogías que dan los antepasados como puntos de mira; por "desviaciones" más que por hechos señalados. En un sistema de disciplina, el niño está más individualizado que el adulto, el enfermo más que el hombre sano, el loco y el delincuente más que el normal y el no delincuente. En todo caso, es hacia los primeros a los que se dirigen en nuestra civilización todos (198) los mecanismos individualizantes; y cuando se quiere individualizar al adulto sano, normal y legalista, es siempre buscando lo que hay en él todavía de niño, la locura secreta que lo habita, el crimen fundamental que ha querido cometer. Todas las ciencias, análisis o prácticas con raíz "psico-", tienen su lugar en esta inversión histórica de los procedimientos de individualización. El momento en que se ha pasado de mecanismos histórico-rituales de formación de la individualidad a unos mecanismos científico-disciplinarios, donde lo normal ha revelado a lo ancestral, y la medida al estatuto, sustituyendo así la individualidad del hombre memorable por la del hombre calculable, ese momento en que las ciencias del hombre han llegado a ser posibles, es aquel en que se utilizaron una nueva tecnología del poder y otra anatomía política del cuerpo. Y si desde el fondo de la Edad Media hasta hoy la "aventura" es realmente el relato de la individualidad, el paso de lo épico a lo novelesco, del hecho hazañoso a la secreta singularidad, de los largos exilios a la búsqueda interior de la infancia, de los torneos a los fantasmas, se inscribe también en la formación de una sociedad disciplinaria. Son las desdichas del pequeño Hans y ya no "el bueno del pequeño Henry" los que refieren la aventura de nuestra infancia. El Román de la Rose está escrito hoy por Mary Barnes; en el lugar de Lanzarote, el presidente Schreber.
Suele decirse que el modelo de una sociedad que tuviera por elementos constitutivos unos individuos está tomado de las formas jurídicas abstractas del contrato y del cambio. La sociedad mercantil se habría representado como una asociación contractual de sujetos jurídicos aislados. Es posible. La teoría política de los siglos XVII y XVIII parece obedecer a menudo, en efecto, a este esquema. Pero no hay que olvidar que ha existido en la misma época una técnica para constituir efectivamente a los individuos como elementos correlativos de un poder y de un saber. El individuo es sin duda el átomo ficticio de una representación "ideológica de la sociedad; pero es también una realidad fabricada por esa tecnología específica de poder que se llama la "disciplina". Hay que cesar de describir siempre los efectos de poder en términos negativos: "excluye", "reprime", "rechaza", "censura", "abstrae", "disimula", "oculta". De hecho, el poder produce; produce realidad; produce ámbitos de objetos y rituales de verdad. El individuo y el conocimiento que de él se puede obtener corresponden a esta producción.
Pero atribuir tal poder a los ardides con frecuencia minúsculos de la disciplina, ¿no es concederles mucho? ¿De dónde pueden obtener tan amplios efectos?
l2 Reglamento provisional para la fábrica de M. Oppenheim, 29 de septiembre de 1809.
13 J.-B. de La Salle, Conduite des Écoles chrétiennes (1828), pp. 204-205.
15 Ch. Demia, Règlement pour les écoles de la ville de Lyon, 1716, p. 17.
16 J.-B. de La Salle, Conduite des Écoles chrétiennes, B. N. Ms. 11759, p. 156 ss. Aquí se tiene la trasposición del sistema de las indulgencias.
17 Archivos nacionales MM 658, 30 de marzo de 1758, y MM 666, 15 de septiembre de 1763.
18 Sobre este punto, hay que referirse a las páginas esenciales de G. Can-guilhem. Le normal et le pathologique, ed. de 1966, pp. 171-191.
19 Registre des délibérations du bureau de l'Hôtel-Dieu.
20 J.-B. de La Salle, Conduite des Écoles chrétiennes, 1828, p. 160.
21 Cf. L'enseignement et la diffusion des sciences au XVIIIe siècle, 1964, p. 360.
22 Sobre esta medalla, cf. el artículo de J. Jacquiot en Le Club français de ¡a médaille, 49 trimestre de 1970, pp. 50-54. Lám. 2.
23 Kropotkine. Autour d'une vie, 1902, p. 9. Debo esta referencia a G. Can-guilhem.
24 M. I. D. B., Instruction méthodique pour l'école paroissiale, 1669, p. 64.